El espíritu de la Navidad
Juan Carlos de la Mata Guerra
Quizá las Navidades de hoy en día ya no tienen aquellos poéticos encantos que guardaban para nosotros en la infancia. Ya no suenan en los oídos tan melodiosamente como en otros tiempos el sonido de la hueca zambomba, o el estruendo del pandero, ni el repique de las castañuelas. No paladeamos con tanto gusto los turrones y mazapanes, no corremos a escuchar los villancicos o nos congregamos en torno al Nacimiento, ya no esperamos la llegada de las tarjetas de felicitación navideña cubiertas en sus rebordes por arenillas relucientes, ni aguardamos con impaciencia frente al Belén la aparición de los Reyes Magos guiados por la estrella de Belén. Porque aquella estrella de pobre oropel se nos antojaba enorme y brillaba más a los ojos de la inquieta infancia que las estrellas de verdadera luz con toda la majestad del firmamento. Tal vez aquella candidez y aquel regocijo se hayan ido para siempre y la idea de Cristo haya crecido en nuestra conciencia y en nuestro ánimo, pero sin duda hemos olvidado la prístina ilusión que tenía la llegada de la “Buena Nueva” para nuestros pequeños corazones.Qué lejos quedan aquellas Navidades en que en Benavente acudíamos una y otra vea a contemplar las figuras del Belén que las monjas instalaban en el Hospital, sin duda uno de los mejores y más bellos que se ponían en Benavente, y que se perdió en el incendio del 3 de enero de 1967. También se visitaban otros como el del Asilo, el de la iglesia Santa María, o el de la OJE. Este último se instalaba en los bajos de lo que fue en otros tiempos Café del Conde, en la Plaza Mayor. Era particularmente amplio con espacio suficiente para las montañas de escayola, el río hecho de espejos al que asomaban las lavanderas, esbeltas palmeras junto al oasis de un desierto de arena por el que asomaban los Reyes de Oriente camino de Belén.
En nuestra infancia en las casas era todo un acontecimiento salir a buscar el musgo a la orilla de algún regato o pradera, no importaba si no había dinero para los adornos, pues lo que no se podía comprar la imaginación lo suplía, y con un poco de algodón, las platas del chocolate o unos restos de purpurina se pintaban piñas, hojas secas y nueces. No importaba tampoco que las figuras fuesen de humilde barro o estuviesen rotas o mutiladas porque la imaginación infantil las recomponía en sus corazones. Se daban aguinaldos y todo por poco que fuese era de agradecer. Se cantaban villancicos por el vecindario y se preguntaba aquello de ¿Cantamos?.
De la existencia del barbudo Papá Noel nos enteramos por algunas felicitaciones enviadas por los emigrantes en el extranjero y sobre todo a través del televisor, porque lo nuestro eran los Reyes Magos, y teníamos para elegir entre los tres y según nuestras preferencias a aquel que había de depositar junto a nuestro calzado el juguete que debíamos compartir con los hermanos o guardar para el año venidero. Los caramelos lanzados en la cabalgata de Reyes eran como preciadas joyas de golosina vistas a los ojos de la infancia. Los zapatos debían estar limpios y relucientes la noche de Reyes, a la espera de que durante el sueño se produjese la tan esperada visita y se hiciesen reales, como todos los años al llegar estas fechas, las inocentes ilusiones infantiles.
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Las fotos que ilustran el artículo las realizó Paco Gallego y pertenecen al Retablo de San Ildefonso de la Iglesia de San Juan del Mercado (siglo XVI - Escuela de Juan de Borgoña). Una es la tabla de la Natividad y la otra la de la Adoración de los Reyes. En esta última podemos ver que el autor se tomó una licencia para llamar la atención del expectador o quizá se le acabó el betún de Judea, o porque no le pagaron bien y quiso tomarse una pequeña vendetta, o tal vez simplemente porque quisó gastar una broma. Son muchas las posible hipótesis que se pueden lanzar sobre el particular. El caso es que si observamos la figura del Rey Baltasar, sus piernas y pies son blancos, en contraste con el resto de su cuerpo que es negro, como corresponde a su raza.
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